¿En qué consiste la monetización de deuda pública? – Juan Ramón Rallo

 

wv4nnerI«Monetizar deuda» se ha convertido en una expresión en boca de todos, pero me atrevería a decir que no son demasiados quienes entienden el exacto proceso que tiene lugar en esta operación. Algunos lo asocian a la imprenta, otros a un mero trueque contable sin demasiada trascendencia. Pero ¿qué es exactamente y qué efectos provoca sobre la economía?

La monetización consiste simplemente en que el banco central le presta dinero al Gobierno, ya sea de manera directa o indirecta. Se lo presta directamente cuando los fondos del banco central van a parar directamente al Gobierno (cuando compra la deuda pública en el mercado primario) y lo hace indirectamente cuando el crédito del banco central lo recibe un agente privado que previamente le había prestado dinero al Gobierno (cuando compra deuda pública en el mercado secundario). En este sentido, el soporte en que el instituto emisor le presta los fondos al Estado no es demasiado relevante: el banco central puede imprimir nuevos billetitos y comprar con ellos los títulos de deuda pública o puede simplemente reconocer un depósito en favor del Gobierno o del agente privado a quien le ha comprado la deuda pública (como cuando le pedimos una hipoteca a cualquier banco).

Tradicionalmente la monetización era una vía por la que el banco central le adelantaba al Gobierno la recaudación tributaria del año en curso: si el Estado esperaba recaudar 1.000 um al cabo de un año, el banco central podía imprimir 950 um y comprar una letra del Tesoro a un año. Es verdad que la cantidad de dinero en circulación aumentaba, pero no lo hacía de un modo demasiado distinto a cuando un banco privado le concede un crédito a cualquier particular. Y, además, al cabo de doce meses el Gobierno amortizaba la letra del Tesoro entregándole al banco central las 950 um que había imprimido (más 50 um por intereses) y que por lo general debía proceder a destruir. En la actualidad, empero, la monetización directa está prohibida en todos los países serios y la indirecta se efectúa no mediante la impresión de billetes, sino reconociéndole un depósito a aquel agente privado (normalmente bancos) cuyos títulos de deuda pública han sido adquiridos.

En suma, la monetización es un préstamo del banco central al Gobierno –el acreedor del Gobierno es el banco central– mediante la creación de nuevos billetes o de nuevos depósitos. La cuestión, claro, es que la capacidad para prestar de los bancos centrales viene limitada por los mismos factores que limitan la capacidad para prestar de los bancos privados: en concreto, por el crédito que reciben de sus respectivos acreedores.

 

¿Acaso cambian las cosas con respecto al banco central? Si los billetes o depósitos del banco central son convertibles en oro, parece claro que no: un banco central puede monetizar deuda pública en exceso y luego ser incapaz de pagar en oro todos los billetes o depósitos cuyo cobro le exijan sus acreedores. Sin embargo, las cosas parecen distintas cuando los pasivos del banco central ya no son convertibles en nada, esto es, cuando vivimos sometidos a un patrón papel moneda.

En tal situación, uno estaría tentado a concluir que los acreedores del banco central ya no pintamos nada a la hora de determinar el volumen de crédito que éste puede extender (en especial, al Gobierno). Pero no, todavía poseemos una enorme influencia: todos y cada uno de nosotros decidimos diariamente si conservar nuestros euros o si, en cambio, los intercambiamos por otras cosas (incluyendo otras divisas). Si el banco central extiende mucho crédito y de manera muy imprudente, puede suceder que gran parte de sus acreedores dejen de confiar en la calidad de los pasivos del banco central y los vendan a un importante descuento: eso es justamente la inflación que si tiene lugar en el mercado de divisas se conoce como depreciación del tipo de cambio. Si el banco central continúa en ese caso prestándole al Gobierno, al final su divisa poseerá un valor despreciable y no servirá para adquirir nada dentro del país (pues los precios se habrán incrementado extraordinariamente) ni fuera de él (pues el tipo de cambio se habrá depreciado en extremo). Es justo lo que sucede durante las hiperinflaciones.

Esta circunstancia, la actitud de los tenedores de divisa ante la monetización de deuda pública, es decisiva para entender sus dispares efectos. ¿Es nociva la monetización cuando se realiza con la deuda de un Estado solvente? Pues lo es en la misma medida en que lo sería si el crédito lo extendiera un banco privado (esto es, por endeudarse a corto plazo para invertir a largo plazo), pero sus efectos no tienen por qué ser traumáticos, en especial a corto plazo (a medio probablemente generen una crisis económica).

Ahora bien, ¿qué sucede con estas operaciones cuando se dirigen a financiar a Estados que los ahorradores privados perciben como insolventes? Aquí la cosa ya cambia, pues es muy probable que buena parte de los tenedores de papel moneda decidan desprenderse de él a descuentos significativos: a la postre, si una persona no se fía lo suficiente de un Estado como para no comprarle su deuda cuando le ofrece, verbigracia, un tipo de interés anual del 10%, ¿por qué motivo sí querría mantener su exposición a los pasivos de un banco central que concentra sus inversiones en esos poco fiables títulos de deuda pública y que proporcionan unos tipos de interés del 0%?

No parece que haya motivos demasiado fundamentados: si no quiero mantener directamente deuda pública a cambio del 10% de intereses, tampoco querré mantenerla indirectamente a cambio del 0% de intereses. ¿Por qué iba alguien a atesorar el papel moneda de una economía estancada y cuyo gobierno sólo puede sufragar la mayor parte de sus gastos incrementando la cantidad de ese papel moneda y diluyendo cada vez más su valor? Lo lógico parece más bienque parte de los acreedores del banco central (de los tenedores de dinero fiduciario) procedan a desprenderse con un importante descuento de su papel moneda, generalmente a cambio de divisa extranjera (fugas de capitales). De hecho, en contra de lo que parecen pensar algunos, los Estados que conservan una política monetaria nacional y que monetizan sin pudor sus emisiones de deuda pública no están inmunizados contra ‘los mercados’: lo que cambia es que en esos países los malos de la película ya no son los especuladores de deuda sino los especuladores de divisa.

O dicho de otra manera, dado que no existen perspectivas de que esa economía genere los suficientes bienes y servicios futuros como para amortizar sus deudas, tampoco las habrá de que los genere para satisfacer las eventuales adquisiciones que deseen efectuar los tenedores de divisa nacional. Los incentivos para demandar papel moneda (para atesorarlo a la espera de gastarlo en el futuro) se ven, pues, notablemente reducidos: los ahorradores nacionales se niegan a seguir poseyéndolo y los ahorradores extranjeros no están dispuestos a adquirirlo salvo a un importante descuento.

En definitiva, el efecto más inmediato de la monetización de la deuda pública es un envilecimiento del papel moneda nacional: elevada inflación interna y depreciación del tipo de cambio. Ahora bien, estas consecuencias pueden enmascararse o compensarse en el caso de la monetización de deuda pública de países solventes. Es decir, pueden enmascararse si simultáneamente a la monetización se incrementa la demanda de papel moneda o si se reduce la oferta de sus sustitutivos; fenómenos éstos que sólo acaecerán en sistemas económicos que los agentes perciban lo suficientemente solventes en su conjunto como para honrar sus deudas. O dicho en términos más simples: si el banco central incrementa sus préstamos al Gobierno, la inflación y la depreciación de la moneda serán tolerables o inapreciables en caso de que los ahorradores privados estén dispuestos a comprar el nuevo papel moneda o en caso de que se estén evaporando parte de las deudas del sector privado (sobre todo si esas deudas se empleaban como medios de pago dentro de la economía).

Así las cosas, la cuestión es qué beneficios puede conllevar la monetización de deuda pública: por un lado, si el banco central monetiza deuda de países solventes, sólo contribuirá marginalmente a que el Estado esté más endeudado, lo que dista de ser una buena noticia. Si, por otro lado, monetiza deudas de países insolventes, no sólo cebará todavía más el endeudamiento ya de por sí insostenible de esos Estados, sino que además perjudicará a parte de la ciudadanía con inflación interna y externa; inflación que puede llegar a convertirse en hiperinflación si la monetización se convierte en la vía habitual y casi exclusiva de financiar al Gobierno.

Tales nulos beneficios y enormes daños potenciales puede que sirvan para comprender por qué la monetización directa de deuda pública está prohibida en todo Occidente: porque se asume que si el sector privado ha estado dispuesto a comprar deuda pública es porque sigue percibiendo al Estado emisor como solvente, de modo que la monetización indirecta garantiza que no se preste a gobiernos insolventes (se suele olvidar, sin embargo, que las expectativas de monetización futura pueden generar una demanda privada artificial de títulos de deuda pública aun cuando los gobiernos emisores sean percibidos como insolventes).

Aun así, se me ocurren cuatro argumentos por los que algunos podrían tratar de justificar la monetización masiva de deuda pública. Por orden de mayor a menor disparate, éstos serían: el primero, que un mayor gasto público estimula la generación privada de riqueza; el segundo, que la inflación y la depreciación de la divisa conllevan efectos beneficiosos sobre el tejido productivo; el tercero, que sea indispensable estabilizar la cantidad de medios de pago dentro de una economía; y el cuarto, que la monetización sea vista como un mecanismo excepcional para contrarrestar una injustificada desconfianza –o un ataque especulativo– de todos los ahorradores privados contra la deuda pública de un país fundamentalmente solvente. En las próximas semanas trataremos de sacar a relucir los errores que subyacen a cada uno de ellos.

 

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Juan Ramón Rallo es doctor en Economía y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos y en los centros de estudios OMMA e Isead. Es director del Instituto Juan de Mariana.

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